Domingo nublado. En una esquina del Parque Polvoranca, un almendro se adelanta al resto del parque. Ya florecido, es un fogonazo de luz para el visitante. Un niño de cuatro años pregunta con entusiasmo al paseante, que acaba de recoger una flor del suelo:
–¿Qué es eso?
El paseante le enseña el pequeño tesoro de pétalos blancos y le indica que es una flor de ese árbol. Y le anima a que coja otra del suelo, convertido en alfombra con pinceladas blancas. (Aquí, poema andalusí e historia mitológica sobre este árbol).
Otro niño de más edad camina embebido mirando a su maquinita. "¡Qué haces mirando a eso, mira a los árboles!" le dice el paseante, que se mete donde no le llaman. El paseante imagina unos padres que llevan al chico a un espacio natural, pero bien pertrechado de máquinas para que esté "entretenido" y no "dé la lata". Padres que no enseñan a sus hijos a mirar la generosidad de la naturaleza. A respetarla, a quererla, a disfrutarla. ¿Hay máquina que iguale la belleza de una sola flor de este almendro abierta en un día gris del invierno?
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